Por Cristina Bulacio, para LA GACETA - TUCUMÁN

Efectivamente fue mi última cita, por eso es impostergable. Después de un tiempo sin vernos, nos encontramos en la conferencia de un común amigo, Santiago Kovadloff. Lo saludamos al mismo tiempo y, con un gesto galante propio de él, mi amigo psicoanalista me invitó a tomar un café. Y ese fue mi último encuentro, pocos días antes de su muerte. Tuvimos una preciosa charla. Gran narrador, sabía crear un clima interesante y grato para su interlocutor. Buen escucha, inteligente, imaginativo, siempre tenía una palabra para coincidir con uno. Debo confesar que aun siento el silencio del mundo ante su ausencia, ese irremediable hueco que se produce en el universo.

Quiero detenerme en algo que dijo aquella noche y que resuena aún en mis oídos. “Sabes Cristina, lo único importante que me resta hacer es morirme”. Por cierto me reí de tal ocurrencia, esa risa necesaria para escapar de verdades demoledoras. Yo sentí que era cierto. La frase me rozó como un rayo. Él, un tipo que amaba la vida, ¿hablando de su muerte? Y no hablaba de la muerte como un fenómeno externo que vendría en algún momento inesperado; no, decía algo de su propia muerte, como si estuviera urdiendo un plan para que su muerte fuera la culminación de una vida, no un acontecimiento anónimo e inevitable.

Entonces me pregunto: ¿Por qué pensaba que la muerte era algo importante que debemos hacer? La muerte ¿es una experiencia de la vida? ¿O se trata del límite de toda experiencia y de toda vida? Y aquí comienzan las contradicciones a las que nos somete esta realidad excesiva, quizás la más contundente de todas: el morir. Porque el asunto a dilucidar no es la muerte, que está ahí, pegada a nosotros, dentro nuestro, sino el sentido de ella
Lo verdaderamente inquietante es la imposibilidad de explicar y de entenderla, cualquiera sean las argucias empleadas por la razón. Se yergue aquí una inmensa contradicción: reflexionar sobre una realidad que nos atraviesa íntimamente, pero que nunca será, cabalmente, nuestra; porque cuando ella está nosotros ya no estamos.

Ayer mismo alguien lamentaba su ausencia. Me alegró escucharlo, porque a pesar que la muerte es la clausura de todo sentido, el definitivo límite de toda esperanza, la presencia de lo desconocido, al mismo tiempo, se nos presenta como el acontecimiento con el que culmina la vida y sin la cual, nada de ella tendría sentido. Morir es un asunto de suma  relevancia;  nadie puede morir la muerte de otro, es un acto estrictamente individual.

Todos son mortales

Mi amigo tenía un espíritu renacentista: curioso, informado, abierto a lo nuevo, inquisitivo y por sobre todo, amante del saber y del buen vivir.  Si bien no nos veíamos cotidianamente, sabía que él estaba ahí, en el mundo, disponible para mi amistad. Le encantaban mis acotaciones filosóficas en nuestras charlas, siempre sacaba filosas conclusiones de ellas. Hablaba de Lorca y me hacía hablar de Borges y alguna vez abordamos también -entre risas y seriedad- el tema de la muerte y la inmortalidad, tan cercano al espíritu gitano de uno como a las galimatías metafísicas del otro.    

Decíamos que si bien el hombre sabe con certeza de su muerte, próxima o no, al mismo tiempo, sueña con la inmortalidad. Se trata del afán, propio de lo vivo, más allá de todos los datos de la experiencia, de continuar de algún modo inserto en la vida. Pascal nos recuerda que la única fortaleza del hombre es que sabe que muere, ¡cómo si eso fuese una ventaja! Olvidó decirnos que, si bien es el único que sabe de su muerte, es también el único que inventa subterfugios para evitarla

La literatura ha sido pródiga en el tema y recurro a ella para expresar algo sobre lo  cual volvíamos con cierto deleite. Simone de Beauvoir en Todos los hombres son mortales, imagina un personaje que logra la inmortalidad por beber una pócima mágica. Atraviesa la historia, vive las guerras, las pestes, las celebraciones, sin participar realmente en ellas. Él no es como los demás, él no muere, no se juega la vida. Nada le consume el tiempo precioso de una vida. Todo gesto podrá ser repetido, todo error podrá ser enmendado, todo amor verá su fin; todo caduca, excepto su propia existencia. El tedio de este personaje gris hace que el lector termine agradecido de su propio fin. Borges dice: “La muerte hace preciosos y patéticos a los hombres”.

Razones de un misterio

Nuestro querido y lúcido amigo supo -con la natural madurez que dan los años- de la clausura de toda posibilidad como la caracterización más aproximada de la muerte, justamente porque la vida es lo contrario, un mundo de posibilidades. Sin embargo, y ante una nueva paradoja, son esta clausura y este silencio, los que dan sentido a la vida.

De nuevo preguntamos: ¿logramos decir algo cuando decimos muerte? ¿O es una palabra vacía, cuyos contenidos se nos escapan irremediablemente? Si la  muerte no está arropada con lenguaje, es densa, honda, de un orden distinto de aquel de la palabra y la razón. ¿Por qué nombrarla?

Porque es inevitable hacerlo.

Pues bien, una última reflexión: pensar la muerte nos conduce al orden del misterio, de lo no racional, el sinsentido absoluto. Tanto esfuerzo para qué, nos preguntamos. Para vivir, se nos responde, sólo para vivir. Por ello, por la necesidad de vivir que tenemos, la humanidad jamás se ha resignado a dejar el asunto de la muerte así, silencioso y amenazante. Se habla de ella incansablemente. De alguna manera, el hombre ha intentado siempre recuperar la muerte para la vida y esto es también lo que estamos haciendo aquí.
Mi entrañable amigo amaba la vida, por eso sabía, con un saber profundo y desconocido,  que morir es importante.
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Cristina Bulacio - Doctora en Filosofía.